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Alegato sobre la poesía

Hernando Téllez

Un joven poeta vino a mi despacho para hacerme el obsequio del cuaderno de versos que, cuidadosamente impreso, acababa de editar.

«Vea usted», me dijo, entregándomelo y sin darme tiempo para agradecerle el regalo: «este cuaderno es exactamente igual a muchos otros que con la misma insignia editorial le habrán traído a usted sus amigos, los poetas de mi generación. En rigor, yo debo de ser el poeta número 76 o 78 de la generación de los cuadernos…». Hizo una pausa y prosiguió: «¿Ha reparado usted en la anormal abundancia de versos que por cuenta nuestra, por cuenta de las gentes de mi grupo, está sufriendo el país? No, no me responda. Considero deplorable ese aumento en los índices de la producción lírica. Llegamos ya casi a un centenar los poetas de cuaderno impreso, posteriores al movimiento de “piedra y cielo”. Y la cifra es para alarmar a cualquiera. El otro día leí, no sé dónde, que el vigor de una literatura no depende del número sino de la calidad, no se obtiene por proceso aluviónico, sino por peso específico. La literatura griega es, cuantitativamente, escasa. Pero la calidad compensa con creces la debilidad del número. Además, una literatura, como la nuestra, apoyada de manera exclusiva sobre los versos, sobre el canto lírico, tiene que estar, históricamente, en la primera semana del génesis literario. Las literaturas evolucionadas, maduras, en las cuales hay un normal equilibrio de las formas estéticas, conservan, claro está, la fuerza lírica, la divina fuerza de la poesía como una de sus justificaciones más preciosas y como uno de sus impulsos más decisivos. Pero en ellas, los versos, la lírica, la poesía, representan una parte, nada más que una parte, en el esfuerzo común de los artistas, de los escritores, de los trabajadores intelectuales. Una compensación rigurosa entre los géneros garantiza en esas literaturas la armonía del desarrollo y, por consiguiente, el progreso».

«Es un ejemplo, nada más», agregó. «Podrían multiplicarse a propósito del caso inglés, del caso alemán, del caso italiano y, con algunas reservas superficiales, del caso estadounidense. El ejemplo no tiene lugar en Colombia y no lo tiene tampoco en el resto de los países latinoamericanos. Latinoamérica es, literariamente, una selva lírica. Observe usted cómo los grandes escritores de prosa de la parte hispana del continente, un Alfonso Reyes, un Jorge Mañach, un Mariano Picón Salas, un Eduardo Mallea, un Germán Arciniegas, un Jorge Zalamea, un Jorge Carrera Andrade, llevan, disimulada o implícita, la sustancia lírica. Es su ventaja y es al mismo tiempo la prueba desventajosa, no específicamente para ellos, sino para el cuerpo general de la literatura latinoamericana, de que esa madurez, ese equilibrio a que aludía antes entre géneros y formas no se ha conseguido aún en esta parte del mundo geográfico y del mundo intelectual.

«La novela, el teatro, el ensayo crítico, y hasta el ensayo político, llevan en esta América nuestra, un signo lírico. Nos quema aún sobre los labios el canto primordial. Un sociólogo o un filosofante como López de Mesa podría ser ejemplo vehemente, sintomático, de la hipertrofia lírica a que me refiero. Imagínese usted que alguien sacudiera vigorosamente el frondoso árbol literario de López de Mesa. Qué espléndido otoño, qué prodigiosa lluvia de hojas secas, de hojas líricas caería por el suelo. Quedaría, en cambio, bien adherido a las ramas, lo esencial, lo auténtico, lo verdadero. Todo lo demás se lo llevaría el viento, merecidamente.

«Ahora suponga usted un estremecimiento de la misma intensidad en el tupido bosque colombiano de la poesía. De toda la poesía, o si lo prefiere, de la poesía más reciente, de esta poesía respecto de la cual acabo de ofrecerle una muestra característica, en mi cuaderno de versos. ¡Qué tempestad de hojas muertas sobre la atmósfera nacional de la literatura! En trescientos años de poesía colombiana, acotados minuciosamente por don Antonio Gómez Restrepo, no queda, en rigor, nada. Tome usted entre sus manos esos libros monumentales de la Historia de la literatura colombiana y promueva el balance de nuestra poesía. Al final del agobiador empeño le sobrarán dedos en una sola mano para contar los poetas “inmortales”. Kilómetros y kilómetros de versos le será preciso recorrer antes de descubrir una diminuta veta de oro, un pequeño diamante. La gigantesca movilización de las capas geológicas de nuestra literatura, hecha por don Antonio, se parece al trabajo de los mineros antioqueños, quienes, para dar con el rico filón, transportan previamente una colina de arena.



«Yo soy, le he dicho, uno de los poetas jóvenes, uno de los miembros más activos de la generación de los cuadernos. Pero no me hago muchas ilusiones, como usted ve. El hecho matemático de que seamos tantos para cantar las mismas cosas, para decirlas con el mismo tono, para trabajar sobre las mismas metáforas, para incluirnos en la misma esclavitud del mito y de la superstición de la novedad, en la misma corriente antiprosódica, antilógica o antirracional, en la misma fuente del desborde y de la licencia líricos, en el mismo abuso inteligente o torpe de la sorpresa, en el mismo universo de símbolos, en el mismo territorio temático, en la misma arbitrariedad lexicográfica, ese hecho, digo, me llena de desolación y de pesimismo. Si entre nosotros hubiera surgido ya nuestro hipotético Rimbaud, nuestro hipotético Keats, nuestro hipotético Baudelaire, nuestro hipotético Juan Ramón Jiménez o nuestro hipotético Aragón, siquiera nuestro hipotético Apollinaire, me declararía satisfecho y compensado. Pero una sorda nivelación atmosférica nos uniforma a todos poéticamente. Nos parecemos demasiado los unos a los otros, semejamos una jovial legión de muchachos en uniforme lírico. Lea usted, al azar, en cualquiera de las páginas de este cuaderno, un verso cualquiera. Le parecerá haberlo leído antes, en otra parte, apenas con una ligera variante en la disposición de la metáfora. Pero el material es el mismo e idéntico el ademán. Hemos supuesto —típica suposición juvenil— que la revolución está en las palabras, en el juego de la forma. Y debo confesarle que me he convencido, no sé si a tiempo todavía, de que esa batalla, como dice Jorge Duhamel, no ocurre entre las palabras y el mundo, sino entre el alma y el mundo. “Si el alma tiene un mensaje, las palabras vendrán dóciles. Cada portador de mensaje hablará según sus virtudes, según sus defectos, según la fuerza de su propio aliento, su clarividencia y su valor”.

«La excusa del afán juvenil no es, créamelo usted, una justificación suficiente para la gentil mediocridad de un empeño poético. Hay una falla de fondo en todo esto. La experiencia intelectual del poeta colombiano es, en su más extensa generalidad, débil y superficial. Y como no en todos los casos esa debilidad y esa superficialidad intelectuales se hallan compensadas por la presencia del genio, el resultado puede a veces ser brillante pero será siempre frágil y deleznable. Carecerá de sustancia, de profundidad y de solidez. Y la gracia adventicia que una inteligencia o una sensibilidad muy vivaces y finas pueden regar sobre la creación poética se volatilizará como un perfume, en el tiempo. Esa gracia, enteramente formal, no tendrá dónde arraigar para siempre. Y el cambio inevitable en el gusto estilístico dejara inerme, disecado, inodoro e incoloro, en una palabra, sin vida, el gentil arabesco, o la preciosa flor, o la minuciosa voluta de esa misma gracia. Porque el extraño y milagroso don de la gracia “en profundidad”, es otra cosa: es una materia tan incoercible como duradera. Contra ella nada pueden el imperio de las modas ni la sustitución sucesiva de los gustos estilísticos.

«Esa debilidad promedia de la experiencia intelectual en el poeta colombiano es una parte de la falla de fondo a que me refiero. Pero —prosiguió diciendo el joven poeta— la otra parte es, sin duda, la de su experiencia vital. A juzgar por la poesía nuestra, la de mi generación o de mi grupo, y, de manera más extensa, la de toda la historia literaria colombiana, parece como si la vida no hubiera deparado a nuestros poetas, sino por excepción, “motivos para templar”. Ese grito de las entrañas no asciende al aire lírico colombiano, sino en muy contadas oportunidades para garantizar la inmortalidad de un canto y de un nombre. Pero en el resto de la extensa llanura, o como dije antes, de la tupida selva de la poesía colombiana, no se oye ese treno definitivo, ese lamento humano que estremece y perdura. Lo superficial de la experiencia intelectual tiene su correspondencia en la actitud humana del poeta ante los hechos, ante la vida, ante los hombres. Por eso esta poesía es, básicamente, narrativa, enumerativa, calificativa y demora todo su esplendor en el juego formal, en el artificio retórico, de ninguna manera desdeñable, pero de ninguna manera también decisivos, por sí solos, para la creación.

«De ahí que la mayor pesquisa nuestra opere en el campo metafórico y que todos nos lancemos, con pánico júbilo, a la gran cacería de los vocablos. Nos obsesiona, como un remordimiento, la originalidad de la forma. Somos los siervos felices de esa diosa ciega y despótica que se llama la novedad. Creemos, como el carbonero de la fe católica, en los dioses de la actualidad y asignamos a la circunstancia temporal que nos rodea un valor de eternidad que no tiene. Queremos ser, por sobre todo, contemporáneos actuales y modernos, y para hacerlo, quemamos los dioses antiguos y elevamos altares a los nuevos ídolos. Imaginamos que nuestra misión consiste en crear un nuevo orden poético y repetimos con nuestras sílabas mágicas, con nuestras palabras enigmáticas, la vieja y secular historia de las rebeldías líricas, olvidando que de ellas no queda, a través de los siglos, sino un diminuto saldo de agregación, el auténtico, al orden externo de la poesía. Nuestra insolencia, nuestra vanidad, nuestra arbitrariedad, nos parecen necesarias para salvar, históricamente, el sagrado cuerpo de la Poesía».

El último párrafo del discurso revelaba, sin lugar a muchas dudas, el primer síntoma grave de la fiebre de la elocuencia. Mientras el poeta tomaba un poco de aire, me levanté de mi silla. Este involuntario gesto, impuesto por el cansancio de la inmovilidad, le hizo suponer que la entrevista había concluido. «Debería usted devolverme ese cuaderno después de todo cuanto le he dicho. Pero no. Consérvelo como un testimonio más de la grave dolencia poética que nos aqueja». Y, sin tenderme la mano, salió notoriamente satisfecho.


Téllez, Hernando. Sus mejores prosas. Bogotá. Compañía Grancolombiana de ediciones S. A., pp. 92-98.


Hernando Téllez (22 de marzo de 1909 - 1966). Ensayista, narrador, periodista, político, diplomático, autor y crítico literario colombiano

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