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Poemas de María Ángeles Pérez López

  • Foto del escritor: Editorial Cosmogonía
    Editorial Cosmogonía
  • 22 jul 2024
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 22 jul 2024

Con motivo de la reciente visita de la poeta María Ángeles Pérez López, a quien agradecemos su grata compañía, compartimos con ustedes tres poemas de su libro Atavío y puñal (2012) en esta lectura de lunes.


La mujer pinta de plomo sus pezones.

Le pueden los corajes, las heridas,

el dedo con que aprieta contra el aire

un lamento de plomo, un grito largo

que se quedó descalzo y sin pendientes.

Al caminar furiosa contra el viento

que ensucia sus caderas de hojas muertas

y trozos de ramitas embarradas,

sacude a manotazos la cal viva

con que la dictadura había borrado

sus pies y sus apremios, la belleza.

Entonces aparecen los diez dedos,

media suela aterida de un zapato

que caminó ruidoso sobre el mundo,

restos blandos de tela indescifrable

y un grito que revienta en su metal

porque hay pelo adherido a ese dolor

y la mujer camina arrebatada

con su roja clavícula en la mano

para escribir su nombre en las paredes

y en la calcinación de la caliza.

Del reverbero le arden los pezones

pero al llegar la tarde se consuela:

la tibia, el peroné de su esqueleto

apagan el rencor blanco de cal

y disuelven el óxido y el talco,

el miedo, las fracturas, los manteles,

el agua endurecida por el odio.

Y cuando duerme, olvida que en Oswiecim

guardan el pelo humano en una nave.

En el sueño, además, hay una niña

que duerme acomodada por completo

sobre un sol acabado y circular

como una mandarina luminosa.





Sobre su pecho muerto, la mujer

pinta una gran ventana para el aire.

El corazón, en su áspera alegría,

asoma al sur su sala octogonal

por el hueco del seno que extirparon

la enfermedad, la mano, el bisturí.

Sobre su pecho muerto, la mujer

raspa cualquier recuerdo doloroso

y colorea el soplo y el zumbido

del arrebato rojo de quedarse.

El hospital se borra en su blancura,

esa sala de espera es no lugar,

la habitación sin lágrimas ni olivos

es también no lugar, los lavatorios

y ascensores que nunca se detienen,

el pasillo alargado como el miedo

de biopsia en biopsia es no lugar.

La madre le cosió dos grandes senos

con hilo destrenzado del cordón

que la anudaba al tiempo y sus asomos.

Ahora un médico serio, preocupado

descose uno de ellos, lo retira

en silencio, y la extensa cicatriz

que corre por el tórax como el frío

abrasa los paisajes de la tundra.

Pero sobre su pecho, la mujer

sombrea un árbol negro, transversal

por la ira de perderse en el otoño.

También nubes y niños anhelantes

en su transpiración y su ajetreo

para mojar la tarde y las palabras.

El viento que entra en tromba la despeina

y su risa es un pájaro veloz.





La mujer espera la llegada de los ciervos.

Se sienta en la cuneta y se descalza.

Con la uña más pequeña de su pie

rasca la tierra blanda y enmohecida

hasta arrancar un árbol de raíz.

Con un dedo invisible en su estatura,

remoto soberano primordial

empuja los nogales, los gomeros,

las hayas y los robles, los manzanos.

Después, bajo la lluvia, se arrepiente

mientras le late el pánico en la ropa.

El dedo mutilado es como el odio

del árbol mutilado, en la mujer

que se pinta en los labios treinta y dos

piezas dentales blancas, esmaltadas

con las que no morderse los pezones

ni llorar por los árboles caídos

y que suben despacio, en sus alvéolos,

como subió cada árbol a su copa.

Del tronco descuajado, vuelto torre

gemela de otras torres neoyorquinas

caen los pájaros muertos, las personas

como estorninos muertos, el ramaje

como chicharra muerta, los tablones

como féretros muertos para Irak.

La mujer entretanto se avergüenza,

guarda el dedo y su uña, sus dolores,

el esponjoso hueco de la encía

en que ató cada diente su raíz

y levantó una torre mineral.

A su lado, los árboles reposan

su tiempo de madera, griterío

de perros y de niños clausurados,

los brazos y las piernas como ramas

taladas con dolor contra la tierra.

Los animales huyen espantados.

Los ciervos se disculpan y no vienen.



María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967). Poeta y profesora titular de literatura hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Ha publicado libros como Tratado sobre la geografía del desastre (México, UAM, 1997), La sola materia (Premio Tardor, Alicante, Aguaclara, 1998), Carnalidad del frío (XVIII Premio de Poesía “Ciudad de Badajoz”, Sevilla, Algaida, 2000), La ausente (Cáceres, Diputación / Institución Cultural “El Brocense”, 2004), entre otros. Su poesía ha sido editada en distintos países y ha recibido premios como el Premio Nacional de la Crítica en España 2022, Premio Margarita Hierro y Mención de honor en el Premio Internacional del Libro Latino 2023.


Algunas memorias del encuentro con María Ángeles


El pasado viernes 19 de julio disfrutamos de un taller de poesía a cargo de María Ángeles Pérez López dividido en dos sesiones: la primera, "La belleza y herida de la materia" con inicio a las 10:00 am y, la otra, "Comarcas de lo mínimo" a las 2:00 pm, en la Biblioteca Comfama sede Bello, en el marco del 28 Escuela Internacional de Poesía de Medellín del FIPMed.

Desde Cosmogonía extendimos la invitación al taller a las personas que anteriormente enviaron sus propuestas a nuestras convocatorias con el propósito de vincularlas a los escenarios de participación de la lectura y la escritura en los que estamos encaminados. Agradecemos a las personas que aceptaron la invitación y asistieron al taller con María Ángeles, el cual, sin lugar a dudas, aprovechamos entre juegos de palabras, nuevas lecturas y asombros ante lo nuevo. A continuación, compartimos algunas fotografías a manera de memoria sobre el encuentro:



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